En un pueblo de Valencia, sin confiar en el ser humano, vivía una perra de raza podenca. Se alimentaba de lo que cazaba y de la comida que le daban algunas personas cuando la veían. Yo era una de esas personas.

Un día cuando bajé del coche para darle pienso y agua, en vez de esperar a distancia como hacía siempre, comenzó a caminar y a voltearse para mirarme. La seguí y descubrí que había tenido ocho hijos y los resguardaba en un campo de naranjos cercano a mi casa. En ese momento supe que tenía dos misiones: la primera, buscar hogar para los cachorros; la segunda, lograr rescatar a la madre para que nunca más viviera en la calle.

La segunda tarea era más difícil que la primera por el miedo que la perra tenía. Una protectora de animales, algunas de mis vecinas y yo intentamos todo lo que se nos ocurrió: pastillas para sedarla, jaula trampa… pero nada funcionaba.

Tras varias semanas los cachorros habían crecido y era peligroso que siguieran en el campo, así que decidimos darlos en adopción. Seis de ellos encontraron hogar fácilmente y a los otros dos los acogí en mi chalet hasta que los adoptaran. Al día siguiente, su madre apareció en mi puerta buscándolos. Le abrí y entró al jardín con ellos. A pesar de su miedo, ahí estaba por sus hijos. Le puse nombre, Ema, que significa madre en estonio.

Ema venía a visitar a sus cachorros todos los días pero solo cuando estaban en el jardín. Una mañana que comenzó a llover mucho, metí a los cachorros dentro de casa y ella los siguió. Ahí comenzó la otra vida de Ema. Una vida en la que no se tuvo que preocupar más por conseguir comida, por encontrar un lugar para dormir, por sentirse segura y querida.

Siempre me pregunté si alguna vez tuvo familia, o nombre, cuántos años tendría, si la abandonaron algún día de lluvia… De todas estas cuestiones surgió la idea de Las vidas de Ema, un libro homenaje para ella y para el resto de animales que buscan un hogar en el que ser respetados y queridos.

Gracias, Ema, por elegirme.

Julia Pérez Villegas.